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HABLANDO DE BOTAS, ODRES Y PELLEJOS CON ANTONIO FRESNEDA

HABLANDO DE BOTAS, ODRES Y PELLEJOS CON ANTONIO FRESNEDA

El curioso impertinente, revista de la Asociación de Escritores de Castilla La Mancha
núm 3, pp.65-72.

Si bien se han encontrado testimonios de la existencia de esos recipientes en la Grecia Antigua, cuando Homero (c. siglo VIII a.C.), en La Odisea, cuenta que Ulises embriaga al cíclope Polifemo utilizando vino en odres, es en el llamado siglo de Oro de la literatura española cuando las menciones a esos receptáculos destinados a contener el preciado liquido se hacen más evidentes. Y por supuesto Miguel de Cervantes (1547-1616) tampoco es indiferente a su uso, de tal modo que en El Quijote ese recipiente está presente entre sus protagonistas. En la primera parte, en "La aventura de los cueros de vino" ya encontramos un pasaje en el que Sancho sale de la habitación de don Quijote pidiendo ayuda ya que su señor estaba luchando contra el gigante Pandafilando, aunque en realidad lo que vieron fue a don Quijote que, ataviado con camisa y empuñando la espada, estaba combatiendo contra los cueros de vino que se encontraban en la habitación. Pero donde Cervantes es más explicito, es en la segunda parte de su obra, en "Las bodas de Camacho" el narrador nos dice que «Contó Sancho más de sesenta zaques (odres de vino de más de dos arrobas cada uno), y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos [...]» y en "La aventura del Caballero del Bosque". En ese pasaje, se encuentran los dos escuderos contándose sus vidas y amoríos, cuando el del Bosque dice que entre otras cosas trae «esta bota colgando del arzón de la silla, por sí o por no, y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos» y diciendo esto pone en manos de Sancho la bota de vino «el cual, empinándola, puesta a la boca estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora y en acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado [...]». También es un elemento presente en nuestra pintura, como en el caso del lienzo El bebedor, de Francisco de Goya (1746-1828), ejecutado entre 1776-77 para el comedor de los Príncipes de Asturias en El Pardo, y en donde se aprecia a un majo bebiendo de una bota ante la atenta mirada de su compañero que se está comiendo una cebolleta.

Pero uno de los que mejor nos describe su uso, es el inglés Richard Ford (1796-1858), hombre de gran cultura y magnífico dibujante que recorrió España durante varios años tomando notas y realizando apuntes sobre los usos y costumbres de la época. Es en uno de los capítulos de su libro Cosas de España: el país de lo imprevisto (1846), donde describe los distintos elementos que cualquier viajero que se preciara debe llevar en sus alforjas, cuando nos habla de la bota de vino, ese elemento «que sirve de botella y vaso al mismo tiempo» y que según dice «es tan necesaria para el jinete como la silla para el caballo». Y puestos a hacer comparaciones añade que «tan fácilmente iría una española a la iglesia sin su abanico, como un español a la feria sin su navaja, como se pondría en camino un viajero sin su bota». Esa bota, sigue diciendo, «[...] fiel confortadora de muchos caminos secos, compañera de largas jornadas [...] de piel arrugada por la edad» esa bota que «conserva la fragancia del líquido rubí, sea el generoso Valdepeñas o el rico vino del Toro». Y termina diciendo que «la bota esta siempre cerca de la boca del español [...] por lo tanto ningún viajero precavido viajará un paso por España sin llevar la suya, y cuando la tenga no la guardará vacía, sobretodo si tropieza con un buen vino». Y ya en pleno siglo XX, otro escritor, en este caso el americano Ernest Hemingway (1899-1961), se hace eco de tan preciado elemento en su obra Fiesta (1926): «Fui en busca del sitio donde vendían botas de vino. Un hombre me agarró del brazo y me guió. Adentro olía a cuero recién curtido y alquitrán caliente. Un hombre marcaba odres recién terminados. Colgaban del techo, en ristras [...]».

Y era tal su uso entre los españoles que en 1897, se emitió una Real Orden de 17 de noviembre, mediante la cual se establecía que los soldados españoles destinados en Cuba recibiesen uno de esos odres "bota para vino" como parte de su equipo reglamentario. Y es que con los años este recipiente se ha demostrado el más indicado para el transporte de vino, ya que cuando la bota o pellejo se llena, no queda espacio para el aire en su interior, del mismo modo que tampoco entra cuando se bebe o extrae vino de ellos, por lo que éste no se encuentra en contacto con el aire y se conserva durante más tiempo.

Y es que España, y eso nadie nos lo puede negar, es el país de mayor tradición botera del mundo, aunque eso puede cambiar en un futuro, toda vez que el de botero es uno de esos oficios tradicionales que hoy en día están en peligro de extinción, como recalca Antonio Fresneda, el último botero de Valdepeñas, una población que había llegado a tener treinta boterías, cada una de ellas con ocho o diez trabajadores. Y es que hoy en día, sigue diciendo, solo quedan tres en Castilla La Mancha (uno en La Solana, otro en Sigüenza y evidentemente la del propio Antonio, la botería Fresneda de Valdepeñas), dos en La Rioja, otros dos en Burgos,... mientras que en Cataluña, Comunidad Valenciana, Andalucía y Extremadura ya no queda ninguno.

Hijo de botero, Antonio lleva el oficio en la sangre de ahí que sienta tristeza cuando piensa en el futuro de ese oficio, ya que si bien los boteros están en proceso de desaparecer, antes que ellos ya lo están los pastores y más concretamente esos pastores que sabían extraer toda la piel del animal por la pierna trasera izquierda, de modo que la piel llegaba en unas condiciones muy optimas, justo para que el botero empezara con su trabajo.

Primero curtía la piel, raspando la carne y sacando los pellejos hasta que quedaba prácticamente lisa. Luego la sumergía en agua caliente junto con curtidos vegetales que contuvieran tanino, como los serrines de encina o las cortezas de zumaque; un proceso que duraba un mes y en el que cada día había que voltear la piel, dentro de ese baño, para que se fuera homogeneizando. Pasado ese mes se engrasaba de aceite, se cosía, se le daba la vuelta, de modo que los pelos quedaban en el interior. De ese modo cuando se le introducía la pez caliente, normalmente de resina de pino, esta se adhería a los pelos y cuando se enfriaba formaba una capa impermeabilizadora que retenía perfectamente los líquidos y digo líquidos y no vino, por que este proceso era igual para fabricar los fudres, en los que se almacenaba el aceite, y los zaques, que contenían agua, aunque en este último caso no se le daba la vuelta al pellejo y los pelos quedaban por fuera.

Y en el odre o pellejo, sigue explicando Antonio, se supone que está el origen de la bota. Las bodegas llenaban los pellejos de vino, que siempre se hacían de piel de cabra o de cabrito capado, los cargaban en carros y los distribuían. Lo que pasaba es que a veces se agujereaban e incluso se rasgaban, o bien de tanto dejarlas en el suelo, se pudrían. Y había que repararlos. Primero se soplaban, se veía por donde se escapaba el aire y si se podía taponar, con un "parche", llamado botana, se solucionaba, pero en los casos de rasgaduras había que recortarlos y así, poco a poco se iba reduciendo su tamaño hasta quedar convertido en una bota. Y es ahí cuando se hablaba de "la bota de pellejo viejo", la cual era muy preciada ya que estaba curtida de los distintos vinos que había contenido el odre.

Recuerda también que no todos los boteros españoles se regían por los mismos criterios, ya que si bien en Valdepeñas, las bodegas eran las propietarias de los pellejos, en La Rioja, por ejemplo, lo eran los propios boteros, de tal modo que eran las bodegas las que alquilaban los odres.

Unos odres que eran transportados por los llamados corredores. Hombres bastante fuertes que cogían el pellejo y se lo cargaban a la espalda a modo de "mochila". Sujetando una pata sobre cada hombro, y con una correa que lo fijaba a la cintura, subían por las escaleras de las cuevas hasta depositarlos en los carros. Pellejos que podían superar los cien kilos de peso.

Hoy en día, en que los pellejos ya no tienen razón de ser, con las pieles se hacen directamente las botas. Para ello una vez curtida la piel, se extiende sobre una mesa, y con unos patrones se recorta, según la capacidad que se requiera. Se pliega en dos y se cose a mano, para que la bota coja volumen y luego, ya con la maquina de coser, se refuerza por los dos lados, tanto por dentro como por fuera. Y el resto del proceso es el mismo que para el odre o pellejo, pero teniendo en cuenta que al final de todo se le unta de grasa y es cuando cogen el color oscuro característico, lo que evita que se manchen con los mismos chorreones de vino. Y ya para terminar se les pone la boquilla o brocal, una pieza que antiguamente eran de madera e incluso de asta de toro, pero que hoy en día ya se hacen de plástico. Aunque en el caso de los odres, el brocal tenia forma de cazoleta con un pitorro de madera, de tal modo que incluso servía de vaso.

A lo largo de la conversación con Antonio van saliendo palabras como la pez, el brocal, el raspador y la botana, palabras que corresponden a algunas de las herramientas asociadas a ese oficio, pero a ellas podríamos añadir otras como el fuelle (se usaba para repasar los pellejos; primero se les llenaba con un poco de agua y luego se hinchaban, para así poderlos "atestar", es decir repasar que no tuviera ninguna fuga), los palillos (eran dos, uno de ellos terminado en un pincho que encajaban entre si y se usaban a modo de remachadora para agujerear el pellejo; luego se enhebraba el hilo de cáñamo ?que a veces tenían ocho cabos, untados de pez? en una cerda de jabalí, que hacía las veces de aguja, y se empezaba a coser), las machotas (parecidas a una gran pinza de madera, con la que se podía aprisionar el pellejo y así poderlo coser) o la guadaña (que se usaba sin mango, para raspar los pellejos. Cuando había que reparar uno, se metía un palo por el agujero de la boca y se le daba la vuelta. Luego se raspaba con la guadaña y finalmente se le metía la botana), y posiblemente haya alguna herramienta mas, pero como el mismo Antonio reconoce muchos de ellos son aprovechamientos de otros, como por ejemplo la tibia (o tal vez es un peroné) de unos 20 centímetros que usa para hacer un ovillo con el hilo del que se sirve para coser.

Y lo que es evidente, al hablar con uno de los últimos supervivientes de este oficio ancestral, es el viajar en el tiempo. Antonio nos recuerda la importancia que tuvo en su día el vino de Valdepeñas, haciendo mención al llamado tren del vino, el cual revolucionó la industria vinícola de esa población. Y la verdad es que la llegada del ferrocarril, dentro de la segunda mitad del siglo XIX, a la población manchega, hizo que la comercialización de sus vinos se disparara de tal modo que llegó un momento en que se fletaba un tren diario a Madrid cargado de vino para abastecer a todas sus bodegas y tabernas, una tradición, ésta, que ya se remontaba a la época en que la corte de Felipe II (1527-1598) se instaló en Madrid, allá por 1561, momento en el que el vino de Valdepeñas entró a formar parte de la vida cotidiana de la Villa, a través de los arrieros que con sus carros cargados de pellejos hacían el recorrido entre la ciudad manchega y la capital del reino. Y fue tal la popularización de este producto, que en épocas de Carlos III (1716-1788), los impuestos especiales sobre su comercio permitieron sufragar algunas de las obras más importantes de su reinado tales como la Puerta de Alcalá o la Puerta de Toledo.

Y siguiendo sobre el tren del vino, cuenta que a bordo siempre iba un botero que tenía como misión reparar cualquier pellejo que sufriera un percance durante el recorrido. Un trayecto que podría durar entre ocho y diez horas, por eso no siempre era el mismo botero, sino que se iban turnando. Así, el que subía en Valdepeñas, cargado con todas sus herramientas, bajaba en Villarta de San Juan; en ésta subía otro que también llevaba sus propias herramientas y bajaba en otra estación y así sucesivamente hasta llegar a la capital. Y es que cada botero tenía su propio material, incluso el fuelle que usaban para hinchar los pellejos, por eso cada uno de ellos tenía su nombre, que se procuraban de grabar en el mismo para que no se confundiera con el de otro compañero. En el caso del de Antonio, su nombre era el "Vendabal".

También recuerda cuando las boterías eran sitios de tertulia obligada, donde se reunían los hombres cuando terminaban su jornada laboral. Y el motivo era que en ellas siempre había vino de sobra para dar a la concurrencia, y que provenía de los pellejos que, vacíos, venían de vuelta de las tabernas, pero que no estaban vacíos del todo, ya que siempre quedaban unas "gotillas", un vino que el botero se encargaba de recoger cuando preparaba los pellejos para que pudieran ser usados otra vez, primero soplándolo y luego escurriéndolo y si fuera el caso, reparándolo.

Una vez vacío y repasado, ya se podían llenar de nuevo y para ello usaban medias calabazas, a modo de cazo. Cada una tenía su medida, pero sabiendo cuantas veces habían vaciado la calabaza en el pellejo, se sabía la cantidad de vino vertido, aunque añadiendo siempre media calabaza más para el que rellenaba, pues se ve que después de trasegar tanto liquido los hombres cogían sed!

Y otra curiosidad es que las puntas de los pellejos siempre se cerraban con una soga bien apretada, rematada la misma con uno o dos nudos, lo que indicaba que su contenido era de vino blanco, si solo tenía un nudo, o vino tinto si tenía dos.

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